martes, 20 de septiembre de 2016

ANECDOTARIO CICLISTA by Manuel Perez Aguirre

Hoy hace 20 años, Miguel Indurain dijo basta, y se bajó de la bicicleta en aquella etapa de los Lagos de Covadonga, dentro de la Vuelta a España 1996.


La relación Induráin-Vuelta había22ª posición, a 1´35” del líder, Fabio Baldato, a poco más de un minuto de Laurent Jalabert pero en el mismo tiempo casi que Alex Zülle, apenas 39” por delante del navarro, una diferencia ridícula teniendo en cuenta que de El Tiemblo a Ávila había más de 46 kilómetros, casi todos cuesta arriba. Una auténtica salvajada después de la jornada de descanso, en la que Induráin recibió la visita de su esposa Marisa y del doctor Padilla, a la sazón ya médico del Athletic de Bilbao. Las jornadas de descanso y las visitas de los médicos, ese clásico del ciclismo moderno.

La etapa no le fue mal pero tampoco bien: Rominger se desquitó con una agónica victoria sobre Zülle, que pasaba a ser líder de la carrera. La distancia entre ambos fue de 2”. Induráin cedió 27 y se colocó segundo en la general a la espera de las etapas en Asturias, siempre decisivas. La ONCE colocó a cuatro corredores entre los seis primeros, una exhibición digna del Telekom o del US Postal: Zülle, Jalabert, Mauri y Stephens. Los cuatro completaban el Top 5 junto a Miguel. “Demasiados amarillos”, decía el navarro a la prensa cuando miraba la clasificación y veía cómo Zarrabeitia y Cuesta, también de la ONCE se colaban octavo y décimo.

Aun así, la cosa no era grave: Zülle siempre se venía abajo en algún momento de las carreras de tres semanas y nada hacía indicar que Jalabert o Mauri fueran a ser mejores en las montañas que el cinco veces ganador del Tour. La distancia con el suizo era de poco más de un minuto, más que asumible, y dos días después la Vuelta llegaba al Naranco, la primera llegada en alto, breve pero explosiva.

El Alto del Naranco fue el Les Arcs español. Toda la etapa fue un suplicio para el Banesto, obligado a tirar tras cada corredor de la ONCE que se colaba en las escapadas. Ya a principio de puerto, Induráin resistía como podía en un grupo de diez del que tiraba Zarrabeitia y que incluía a otros tres compañeros de equipo, especialmente Jalabert y Zülle, quien lanzó un ataque a dos kilómetros de la meta, no demasiado duro pero suficiente para dejar a Induráin como unos zorros, intentando sin éxito seguir la rueda de su compañero, el “Chava” Jiménez. Induráin se retorcía como se había retorcido en julio y por delante Jalabert y Zülle volaban, llegando con más de un minuto de diferencia en apenas dos mil metros.

“Lo importante será recuperar”, decía Induráin, que quedaba tercero en la general a más de dos minutos ya, con la sensación de estar sitiado y los Lagos de Covadonga esperándole el día posterior. sido muy extraña a lo largo de los años. La mayoría de los aficionados conocimos a Miguelón cuando aquel chaval enorme y de pelo enredado llegó a liderar la Vuelta a España de 1985, meses antes de que cumpliera los 21 años, el líder más joven de la historia de la competición. Hasta 1991 fue un fijo, aunque con problemas de todo tipo: bronquitis, caídas, fracturas… no había manera de cuadrar una Vuelta en condiciones aunque en julio ya empezara a coquetear con los primeros puestos en el Tour, aún como gregario de Pedro Delgado. Ese año 1991, el suyo, acabó siendo el de Melchor Mauri, que se sacó una Vuelta que no repitió jamás, superando al navarro precisamente en su terreno: la contrarreloj. Aquel equipo ONCE volaba, y colocó a Lejarreta tercero.

Ahí acabó la relación entre Induráin y la Vuelta de su país. Durante los cinco años de esplendor francés, Miguel no volvió a pisar la salida. Ni cuando se disputaba en abril ni cuando pasó a hacerlo en septiembre. El Banesto prefirió mandarlo a Italia, donde ganó dos Giros, y después lo reservó a una grande por temporada, lógicamente el Tour.
Después del fracaso del verano del 96 y conocedores de que Induráin no iba a seguir en el equipo, a los jefes de Banesto no se les ocurrió otra cosa que obligar a su líder a correr la Vuelta, para agradar a su patrocinador y darle la oportunidad de redimirse del fiasco. Induráin no quería y lo dejó claro públicamente varias veces. Se resistió como gato panza arriba pero al final cedió mientras seguía negociando con Saiz y sus abogados. Todos le daban como gran favorito pero ni su cabeza ni sus piernas estaban por la labor y en España a mediados de los 90 ya no corría solo el ONCE sino que también se habían unido a la fiesta el Festina, el Polti, el Kelme… Tres suizos coparon el podio de la carrera y cuatro italianos se colaron en el top 10. Tiempos de Michele Ferrari y sus concentraciones en Saint-Moritz, antes de que prefiriera Girona y el Teide.

Con todo, en la salida de Valencia, Induráin era el favorito indiscutible con permiso de Alex Zülle, la eterna promesa de Manolo Saiz, el veteranísimo Tony Rominger y el vigente campeón, Laurent Jalabert, que se había paseado el año anterior logrando victorias en la alta montaña, en los sprints, destacando contrarreloj… Una exhibición sobrehumana. El recorrido favorecía el fervor: no hubo prólogo y las etapas llanas se sucedían sin problemas para los líderes mientras Induráin “iba ganando forma” según los acólitos cara al primer gran test: la contrarreloj de Ávila. Pocos días antes, Miguel había resistido el ataque en tromba de la ONCE camino de Albacete: los nueve corredores de Manolo Saiz, todos a una, tirando como bestias hasta abrir un hueco de casi ocho minutos con respecto a los Mapei de Tony Rominger, pillado en un abanico.

Entre bonificaciones y pequeños cortes, Induráin afrontaba la contrarreloj en 

La etapa estaba programada para un sábado, horario de máxima audiencia en la primera de TVE. Antes de llegar a los Lagos, como era habitual se subía el Fito. La pregunta no era si Induráin recuperaría distancia sino si sería capaz de salvar la etapa sin perder del todo sus opciones a ganar la Vuelta. Lo supimos en seguida. Ya en las primeras rampas del Mirador de El Fito y ante el ritmo de Herminio Díaz Zabala —también de la ONCE, por supuesto—, el navarro boqueaba y se dejaba caer. Su ritmo no era el de alguien que pasaba por un mal momento sino el de alguien que quería desaparecer y hacerlo cuanto antes. Se quedó solo en el descenso, un descenso cómodo hacia Cangas de Onís y cuando pasó por delante de El Capitán, el hotel donde se hospedaba su equipo, se bajó y dejó la bici en el coche, para el que la quisiera.

Aquella etapa la culminaron en solitario, por supuesto, Zülle y Jalabert.

Las explicaciones fueron confusas: el primero en salir fue Eusebio Unzúe con un lacónico: “Nos equivocamos al hacerle venir”. El propio Induráin dio una rueda de prensa donde apenas dio información: se encontraba mal, tenía una pequeña congestión respiratoria y no pensaba quedarse para luchar por ser quinto. “Este abandono no debe condicionar mi futuro”, dijo el navarro antes de volverse con su mujer a casa. El divorcio con Banesto ya era total y la exhibición de la ONCE, hasta cierto punto, complicaba las cosas: ¿Qué rol le esperaba en un equipo donde ya estaban Zülle y Jalabert? Si Induráin no estaba dispuesto a luchar por ser quinto, ¿tenía sentido irse a un equipo donde probablemente acabara de gregario? Es más, ¿quería la ONCE pagar un dineral por un gregario descontento? En términos de imagen podía merecer la pena, pero, ¿qué imagen es la de un pentacampeón del Tour arrastrándose por las carreteras?

La última pregunta, la que nunca podremos contestar, es más dura: ¿Tenía Induráin motor y ganas para rodar en un equipo con un sistema médico de entrenamiento que hacía que los nueve corredores fueran superestrellas durante tres semanas?

Las semanas pasaron entre la incertidumbre. Induráin dio la temporada por acabada y canceló su posible participación en el Mundial de aquel año. Los rumores sobre su negociación con la ONCE seguían apareciendo por todos los medios sin que él se molestara en acallarlos. El dos de enero de 1997, convocó una rueda de prensa. Solo podía ser para anunciar su retirada porque ya era demasiado tarde para fichar por ningún equipo. Afirmaba estar en condiciones físicas de ganar un sexto Tour pero no en condiciones mentales de prepararse para ello. Hizo bien. Aquel Tour de 1997 lo ganó Ullrich con una superioridad aplastante pese a los continuos ataques del Festina. Años después sabemos cómo iba Ullrich y cómo iba aquel Festina, así que pensar que a sus 33 años les habría batido cuando no lo había conseguido en 1996 es absurdo.

La última imagen de Induráin sobre una bicicleta es precisamente la imagen de Induráin dejando la bicicleta en manos de un mecánico. Un portazo en toda regla. No ha vuelto a competir más que en exhibiciones sueltas y carreras amateur. Pese a todo, sigue siendo el ídolo de toda una generación.

Aunque haga 20 años de todos estos momentos, lo seguiremos recordando, por todos los buenos momentos que nos hizo pasar y disfrutar.

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